Si hablamos de la performance (de tal movimiento artístico
hablamos en estradas anteriores) es obligatorio hablar de Marina Abramović
(Belgrado, 1946) desde sus inicios, la producción de Abramović se ha mostrado
atrevida, provocadora y transgresora. Comenzó su carrera artística a mediados
de los años 60 en su Belgrado natal, una formación que completó en Croacia y
que la condujo hacia la docencia de Bellas Artes, en 1973, de nuevo en Serbia.
Ya desde sus primeras acciones en la conocida serie Rythm (1973/74), enmarcadas
en una arriesgada exploración del Body Art, la joven artista serbia indagaba,
por un lado, en los límites de su cuerpo al dolor físico, al sufrimiento y a la
automutilación, y, por el otro, las resistencias morales del público a sentir
su mundo a través de aquellas experiencias personales de su cuerpo femenino.
Era un trabajo en y sobre el cuerpo.Parece confirmarse aquel trillado lugar
común según el cual la mejor obra de arte sigue siendo siempre la de uno mismo.
Sin embargo, como tantos otros tópicos recurrentes sobre el arte contemporáneo,
limitan la riqueza y originalidad de una producción artística que, desde sus
inicios y hasta nuestro presente, ha hecho del propio cuerpo un indispensable
territorio para la experimentación, tomándolo como materia prima, como campo de
batalla.
Abramović es la obra misma, en efecto, pero lo es sólo en la
medida en que integramos esa variable dentro de una ecuación más compleja,
fruto de una reflexión pionera sobre el sentido último de unas perfomances que,
tras más de cuatro décadas de exploración creativa, han consolidado gracias a
ella su lugar y su identidad más propios en el discurso posmoderno del arte.
Como forma de arte visual, de arte como acción, las perfomances son
experimentos que buscan identificar y transgredir los límites en el control
sobre el propio cuerpo, también con respecto a la relación entre el público y
la performer, cuestionando de raíz las fronteras taxonómicas en el arte tradicional
basadas en una escisión entre sujeto-objeto. Al comprender su cuerpo
simultáneamente como sujeto y medio, la indagación experimental de Abramović
rompe con el carácter estático y la idea de temporalidad inherentes a la
comprensión estética habitual, ampliando con ello las fronteras de la
estructura dialógica de cualquier obra de arte.
En las perfomances se juega, de acuerdo con la artista
serbia, un intercambio emocional inmediato de energía con el público, de ahí
que ese mismo público sea aquella otra pieza de la ecuación sin la cual la
experiencia transformadora del arte sería vana e incompleta. En este sentido ha
llegado a afirmar: "Nunca podría dar performances privadas, en casa,
porque no tengo público. Cuanto más público hay, mejor la performance, más
energía recorre el espacio. El público debe dar un paso histórico y volverse
uno con el objeto"
Las diferentes variaciones de Rythm reflexionaban, a través
de su corporeización, sobre temas universales como la muerte, el dolor, el
tiempo y los límites entre la conciencia y la inconciencia, no menos que sobre
los patrones de comportamiento de la mente. Así, mientras que en Rythm 2 se
experimentaba con estados de lucidez de desgobierno corporal mediante la
ingesta de píldoras de distintos efectos, en Rythm 0, una de sus perfomances
más emblemáticas, la artista serbia se ponía, literalmente, a disposición del
público, junto con 72 instrumentos de funcionalidades distintas –desde un
lápiz, pasando por una polaroid o un perfume, hasta llegar a cuchillos, látigos,
cadenas y una pistola cargada–, ofreciendo su cuerpo a una interactuación sin
guiones ni tapujos.
Los visitantes, en efecto, eran invitados a elegir un objeto
cualquiera y usarlo con ella de la manera que les pareciera más interesante.
Así, lo que empezó como una reflexión acerca de la confianza y el contrato
social, acabó siendo una prueba palpable sobre la inclinación natural del ser
humano a la violencia. "Lo que aprendí fue que, si dejas que el público
decida, te pueden matar. Me sentí verdaderamente atacada: me cortaron la ropa,
me clavaron las espinas de las rosas en el estómago, una persona me apuntó a la
cabeza con la pistola y otra se la quitó". La falta de reacción de la
artista había provocado que la violencia escalara de manera geométrica.
"Después de exactamente seis horas, según el plan, me levanté y empecé a
caminar hacia el público. Todos escaparon, evitando un enfrentamiento
real".
La evolución posterior de la obra de Abramović debe mucho a
su carácter inclusivo, a su voluntad de apertura constante al otro. En cierto
modo, es su condición de posibilidad. Frente a la concepción unitaria y
burguesa de una sola identidad artística, es decir, frente a la definición del
individuo-artista concentrado en su obra como proyecto unitario, la apuesta de
Abramović se construye siempre desde una interactuación emocional que asume
como programática.
Prueba de ello es que, desde desde finales de los setenta,
sus acciones artísticas giraron alrededor de una inclasificable bicefalia
artística que quiso compartir productiva y emocionalmente con su pareja, el
artista y fotógrafo alemán Uwe Laysiepen, más conocido como Ulay. Bajo la
denominación de The Other, Abramović y Ulay realizaron numerosos trabajos
corales en los que sus cuerpos –siempre juntos, vestidos de la misma forma y
con un comportamiento similar– creaban espacios adicionales para la interacción
con el público. Partiendo de una relación profesional y sentimental de completa
confianza, ambos gustaban de hablar de una "unidad andrógina", en cuyas
acciones se corporeizaban los límites de las relaciones interpersonales, su
efecto sobre el yo, el ego y la identidad artística. Basta con pensar en
Relation in Time (1977), una de sus primeras perfomances juntos, donde se
simbolizaba esa unión hermafrodita a través de sus cabellos íntimamente
entrelazados.
De su colaboración nacieron proyectos arriesgados como
Imponderabilia (1977), donde Abramović y Ulay se miraban desnudos en un pasillo
muy estrecho justo en la entrada del museo, y pedían al público que pasara
entre ellos, lo que provocaba que los asistentes terminaran rozando sus cuerpos
totalmente desnudos.
Otras perfomances corales igual de llamativas fueron A-AAA
(1978), donde ambos se gritaban el uno al otro en un pulso de poder diseñado
para determinar cuál de los dos tenía la voz dominante. Más conocida es Rest
Energy (1980). En ella, la pareja permanecía quieta durante horas sosteniendo
un arco con una flecha que apuntaba directamente al corazón de Abramović, de
modo que la fuerza de cada uno de ellos resultaba indispensable para mantener
la tensión e impedir que la flecha fuese lanzada. A su vez, grabaron con
micrófonos los latidos de sus corazones, ambos desbocados y acelerados,
visibilizando así un estado de vulnerabilidad en el que la responsabilidad
escapaba de sus manos.
The Other, tanto como apasionado romance como producto
artístico colaborativo, tuvo su simbólico final en aquella famosa
escenificación de 1988 titulada The Lovers. También aquí, la doble ruptura
emocional y profesional quiso ser obra de arte, representándose como viaje a
pie, cada uno por separado, desde los dos extremos opuestos de la Gran Muralla
China, hasta encontrarse a mitad de camino. Tres meses de larga y solitaria
caminata desembocaron en un último abrazo, en una despedida física y
comunicacional casi definitiva –tardarían 23 años en volver a verse–, que
buscaba escenificaba el desgaste de su relación con el desgaste físico y
emocional causado por recorrer más de 2000 kilómetros. En cierto modo, se
trataba de un final romántico, inclasificable y heterodoxo, cargado de
emotividad y misticismo.
Considerado con retrospectiva, la posterior reinvención en
solitario de Abramović permite definir aquella ruptura como punto de inflexión
decisivo en su carrera. Cierta distancia y sobre todo importantes viajes, como
por ejemplo a Brasil, permitieron un resurgimiento creativo en la década de los
noventa que partía ya de la asunción consciente de que su vida y su arte serían
parte inseparable y fundante de todas sus futuras producciones. Con ello,
aunque el cuerpo seguía teniendo un protagonismo indiscutible, la perfomance
evolucionaba también como espacio para la liberación de los fantasmas
personales, latentes o no, al mismo tiempo que ensayaba nuevas formas
performativas cualitativamente distintas de relacionarse con la realidad.
Un ejemplo ilustrativo, desde principios de los noventa,
fueron las instalaciones objetuales que ella definió bajo el paraguas de
Transitory Objects, en las que se mostraba ya un nuevo campo de trabajo. Al
incorporar a sus acciones materiales naturales como piedras semipreciosas,
huesos o imanes, Abramović no buscaba en ellos una función autónoma, a la
manera de una escultura, sino que las utilizaba para generar experiencias y
energías, en cierto modo, como rituales de la vida cotidiana. Incluso podían
ser objetos vivos. Basta con recordar, en relación a los inicios de esta
segunda época, la serie Dragon Head, realizada entre 1990 y 1994, donde la
artista se sentaba inmóvil con varias pitones que se deslizaban hambrientas
alrededor de su cuerpo –no habían ingerido alimento alguno desde hacía dos
semanas–, en una imagen de fuertes resonancias mítico-femeninas.
Más impactante resultó, por su violenta actualidad, la obra
Balkan Baroque (1997), galardonada aquel mismo año con el León de Oro en la
Bienal de Venecia. Ampliando la temática de los esqueletos humanos ensayada ya
en Cleaning the Mirror (1995), Abramović reactualizaba la putrefacción del
horror bélico en la Guerra de los Balcanes a través de una instalación de video
en la que, además de aparecer sus propios padres proyectados en las paredes,
ella misma se situaba en medio del espacio, lavando una montaña de 1500 huesos
frescos de ternera, manchados de sangre, mientras cantaba canciones tradicionales
de su niñez. La dramatización consagraba sin duda el fuerte barroquismo
conceptual de su escenografía, pero lo hacía con una carga política creíble y
sincera.
La consagración artística de Abramović ha sido incontestable
desde el cambio de milenio. Es cierto, por un lado, que la acción en sus
distintas obras se ha minimizado hasta convertirse casi en pura presencia. Vida
y obra se anudan en Abramović como presencia absoluta, como tiempo congelado,
dimensión en que se busca la elevación del espíritu del público, no tanto a
través de la conmoción emocional directa, la sorpresa performativa o el
compromiso brechtiano, sino a través de otros mecanismos más energéticos como
el silencio, la meditación y el éxtasis: "Crear un tipo de obra que esté
casi vacía de contenido pero que conserve una clase de energía pura que eleve
el espíritu del espectador", afirma en una entrevista a Klaus Biesenbach
en 2008.
Es inevitable pensar, con respecto a esta tendencia, en la
inolvidable perfomance The artist is present, una agotadora pieza presentada en
marzo de 2010 con ocasión de la retrospectiva del MoMa dedicada a toda su obra
(la más importante hasta la fecha, con más 50 piezas de exposición, incluyendo
performances, instalaciones, videos, fotografías y colaboraciones, a los cuales
se le sumaría un posterior documental de nombre homónimo). A lo largo de tres
meses, Abramović permaneció sentada en el hall del museo neoyorkino durante más
de 700 horas (a lo largo del horario de apertura del museo y de forma
ininterrumpida), permitiendo que, por turnos, más de 1800 visitantes se
sentasen frente a ella en silencio, separados por una sola mesa, compartiendo
la imperturbable presencia de la artista durante el tiempo que considerasen
necesario.
Como desafío al tiempo, como reflexión sobre la alienación
emocional en nuestra sociedad actual, la exitosa pieza recreaba una experiencia
inmediata entre artista y espectador, sin necesidad alguna de comunicación
verbal, demostrando que, precisamente en una de las mayores urbes del planeta,
las carencias comunicacionales de nuestros frágiles cuerpos se hacían tanto más
palpables. También hubo momentos para la pura sorpresa: tras 23 años de
separación, Ulay apareció inesperadamente el mismo día de la inauguración. El
estremecimiento de Abramović al verlo es evidente, y fue con el único con el
que tuvo contacto físico después de hablarle solo con la mirada.
Por otro lado, no es menos cierto que la diversificación de
formatos y modalidades de hablar sobre la vida/obra Marina Abramović ha sido
una constante en la producción de los últimos años, más consciente del alcance
global de su propuesta. Sin ir más lejos, la muy celebrada colaboración con
Robert Wilson en la ópera experimental The Life and Death of Marina Abramović
ahondaba en la idea del hilo conductor de su vida (y sus distintas muertes)
como soporte narrativo, uniendo fuerzas con otros grandes artistas como Antony,
Willem Dafoe o el propio Wilson.
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